Una buena idea

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Ahora cada mañana, con el desayuno, llegan las voces que no hace mucho más de un mes no se escuchaban, las que nadie tenía interés en oir, las voces de la gente en las plazas de Egipto, o de Túnez o Libia, las de los exiliados de esos países a quienes los periodistas ahora buscan con urgencia, para que den testimonios que hasta ayer mismo no interesaban. Voces agitadas de periodistas que viajan por Libia con miedo a ser detenidos, que se juegan la vida para contar lo que ven; las de dos exiliados libios en Inglaterra. Uno de ellos cuenta que ahora tiene esperanzas de saber de su padre, que fue detenido y encarcelado en 1991, por oponerse al régimen, y del que no hay noticias desde 1995; otro habla de una revuelta de presos políticos a finales de los años 90, sofocada a tiros, con más de mil víctimas. Después se oyen los gritos dementes de Gadaffi,su delirio de conspiraciones imperialistas traducido simultáneamente al inglés. “Nosotros no queremos que nadie nos invada para liberarnos”, dice un de los exiliados, una persona cultivada, con un acento muy ligero. “Nosotros queremos tener las mismas libertades que ustedes”. Lo que piden los dos, lo que pedían esta mañana, es muy sencillo: que la OTAN impida que vuelen los aviones militares que están disparando y lanzando bombas contra la gente sublevada.

Recuerdo el año pasado, yendo en un coche a Roma desde el aeropuerto, el atasco inmenso en la autopista, en el calor de junio, un fragor de palas de helicópteros sobre la estridencia de los cláxones y las exclamaciones irritadas de la gente que salía de los coches intentado averiguar qué pasaba más adelante, por qué el tráfico no fluía. Alguien escuchó el motivo en la radio y lo transmitió en torno suyo con grandes gestos italianos de ultraje: Il Kaddafi! Gadaffi llegaba a Roma en visita oficial para instalar su jaima en un parque público, rodeado por un séquito de vírgenes con gafas Rayban y uniformes entallados. Verlo luego en la televisión, con sus entorchados de coronel de farsa, al lado de Berlusconi, más maquillado todavía que él, era asistir con incredulidad a una especie de danza de pavos reales decrépitos, y también sentir como ciudadano europeo el insulto de una democracia rindiendo honores a un tirano.

Yo no creo que la culpa de Occidente sea la tentativa de exportar sus valores al resto del mundo; es la de dejar en suspenso o traicionar esos mismos valores para exportar sus mercancías y proveerse de materias primas a bajo precio. La historia viene de antiguo: los esclavos de Haití,  Saint Domingue en esa época, se levantan inspirados por el ejemplo de la revolución francesa y de la declaración de los derechos del hombre y la metrópolis revolucionaria emprende contra ellos una guerra de exterminio. En aquella novela extraordinaria y muy olvidada de Alejo Carpentier, El siglo de las Luces, la guillotina viaja por primera vez a las colonias francesas del Caribe en un buque esclavista que se llama, creo recordar, Los derechos del Hombre. Son los países de Occidente los primeros que no han creído en la universalidad de sus propios valores, que son la hermosa invención de unas cuantas imaginaciones libres. En la España imperial del siglo XVI el padre Las Casas vindicó la humanidad de los indios, y en la Inglaterra expansionista y belicosa de finales del XVIII surgió el movimiento por la abolición de la esclavitud y Mary Wollstonecraft defendió el derecho a la igualdad de las mujeres.

Quizás quien más dio en el clavo fue Gandhi, cuando le preguntaron qué opinaba de la civilización occidental. Y él respondió: “Que sería una buena idea”.